La protesta popular que se inició hace dos días es mucho más profunda que la de diciembre de 2001, hace apenas seis años.
Entonces, la clase media salió a las calles cuando el Gobierno nacional metió la mano en su bolsillo y le dijo que no se podía llevar a su casa los ahorros que tenía en el banco. O, si quería, cada dólar que la convertibilidad le había jurado que existía, ahora valía 1,40 peso. O que esperara 10 años si quería los dólares en la mano.
La que comenzó el martes a las 20 tiene una raíz diferente. Minutos después de que la presidenta de la Nación, Cristina de Kirchner, dijera que las protestas de los productores agropecuarios son “los piquetes de la abundancia” y les endilgara apropiarse de las vacas y dejar las penitas para los otros, la clase media volvió a salir a la calle.
Pero el grueso de los argentinos que empuña ahora la tapa de una olla no es productor agropecuario. No tiene un tambo con leche subsidiada, un matadero con el precio de kilo vivo regulado ni 200 hectáreas de soja a más de 500 dólares la tonelada.
Algunos sí pueden vivir de la bonanza del campo: son comerciantes, profesionales o venden autos y departamentos. Pero mucha gente que vive en grandes centros urbanos y que no tiene nada que ver con el campo se solidarizó con el reclamo rural.
Es que esa solidaridad esconde una gran protesta. La de los precios que suben pese a que el Gobierno se empeña en decir que no. La de la soberbia de quien gobierna y reniega del diálogo. La de la plata que no alcanza.
La de los índices mentirosos, la del empleo que se consiguió pero que ya no es suficiente. La de un tren bala interesante, sí, pero si primero se hacen los caminos. La de la sumisión de los gobernantes (e intendentes) al altar de la billetera. La del discurso que cansa, ése que repite que gracias al matrimonio Kirchner –y sólo a ellos y su política económica– el país resucitó.
Después de la crisis institucional de 2002, la ciudadanía esperaba que se fuera reparando el entramado institucional que se despedazó con la crisis. Si bien entonces se pudieron tomar decisiones sin demasiado consenso, sin la gimnasia del diálogo que exige la democracia, ese tiempo se acabó.
Los tractores que marcharon ayer por el centro de la ciudad de Córdoba y las cacerolas que salen a las plazas de los pueblos de la provincia revelan eso. La construcción tiene que ser para adelante, inclusiva, abierta y humilde.