No fue posible la rendición incondicional del campo. No lo vio Néstor Kirchner de rodillas, como quería. Tampoco los dirigentes rurales lograron que el Gobierno diera marcha atrás con la suba de las retenciones, pese a una feroz protesta que duró más de 100 días y que incluyó desabastecimiento y hasta cacerolazos urbanos en repudio a la actitud intransigente del Gobierno.
El regreso del diálogo por doble vía, en el Ejecutivo y en el Poder Legislativo, logró para esta semana descomprimir el conflicto, aunque el aparato de provocación oficial –carpas en la plaza del Congreso o los power point del jefe de Gabinete, Alberto Fernández– no está desactivado. Tampoco está desactivada la protesta rural: sigue en silencio entre los productores, que se prometieron vender sólo los granos indispensables para cumplir sus compromisos. Ayer, la áspera reunión entre los dirigentes rurales y la presidenta Cristina Fernández sirvió justamente para reflejar eso: mostrarse las uñas y admitir, con sólo mirarse, que el conflicto está lejos de ser superado.
Mario Llambías, de CRA, encontró la parábola justa: “Nuestra sensación es que está por empezar el partido; todos estamos dispuestos a jugar bien, pero todavía faltan los 90 minutos”.
Da la impresión de que las partes están agazapadas a la espera de que el Congreso llegue a una solución salomónica, al incumplible cometido de dejar conformes a todos por igual. Nada más difícil: el agro quiere retenciones de 35 por ciento y Cristina quedó atrapada en su loable planteo de redistribuir la renta extraordinaria. Ayer, la Presidenta ratificó que la gestión del conflicto está en manos de 257 diputados y 72 senadores y que al Ejecutivo no le corresponde hacer nada más mientras tanto. Por caso, suspender las retenciones móviles, como pretende el campo.
Pero supongamos que el Parlamento, en un destino histórico, arriba a una solución razonable en un tiempo razonable. No será suficiente. El problema inmediato a resolver será la reconstrucción de expectativas. Hay que levantar del zócalo esa sensación instalada entre la gente de que las cosas estarán todavía peor en lo que resta del año. Hay que hacer algo más con los precios que morigerar la sensación de que aumentan a ritmo vertiginoso. Hay que poner otra vez en marcha la maquinaria empresaria y la confianza que da pie a las inversiones.
El diálogo funciona como el soplo de institucionalidad que nunca debió haberse perdido. Pero quedan los 90 minutos en el Congreso.