La combinación de un fortísimo crecimiento con un dólar obstinadamente alto tiene como consecuencia la aceleración de los precios. Hay consenso sobre qué medidas hay que tomar, pero se requiere que la dirigencia admita que parte de un diagnóstico incorrecto.
Lo más angustiante que le puede suceder a una persona es tener un mal diagnóstico. Así como es grave que lo traten del hígado si el problema está en el páncreas, es preocupante que la administración kirchnerista esté convencida de que la inflación es culpa del crecimiento y no de los instrumentos de política económica que esta gestión aplica.
La inflación es el síntoma de que la economía está recalentada; no la causa. Por lo tanto, lejos de celebrar que la gente consuma y presione sobre una oferta que no da abasto, habría que buscar las razones que expliquen realmente lo que está pasando, de modo que el mal se pueda atacar de manera correcta y gradual.
Preocupa que los funcionarios actuales crean que la suya sea la verdad revelada. Un economista que se codea con colegas que forman parte del Gobierno llegaba a una singular conclusión: yo aceptaría que me dijeran “okey, entiendo todo lo que vos me estás diciendo, pero hasta que pasen las elecciones el Gobierno va a seguir con este discurso”. Pero su preocupación es que están convencidos de que cuentan con un diagnóstico correcto y que un “poco” de inflación es el precio que hay que pagar para seguir creciendo.
Un poco más
El problema es que ya no se trata de un poco de inflación. Cuando la suba de precios llega a 12 ó 15 por ciento anual, no se queda ahí: toma envión para seguir subiendo.
Todos los manuales de teoría económica indican que no se puede compatibilizar un dólar alto con baja inflación. Eso fue posible entre 2002 y 2005, cuando el aparato productivo de la Argentina estaba apagado y los salarios vivieron meses completos sin moverse un décimo.
Desde 2005 a esta parte, el dólar se devaluó respecto del resto de las monedas del mundo y, si bien el peso apenas cayó dos por ciento en relación con el dólar, se depreció respecto del euro, del yen y de todos sus pares a un ritmo de siete por ciento anual.
Esa depreciación –que el argentino no ve– significa que se importará del exterior algo de inflación y que los artículos nacionales que se venden afuera con esas monedas buscarán ganar el terreno perdido.
Si a eso se agrega que la capacidad instalada de las fábricas llegó a ocuparse en plenitud y se dieron aumentos salariales generosos en todos los sectores, se alteró demasiado la delicada ecuación entre oferta y demanda.
Pero el broche de oro lo pone el Banco Central, porque es el responsable directo de mantener el dólar por encima de tres pesos, como le gusta a Néstor Kirchner (y a todos los industriales que ahora dicen estar preocupados por la suba de precios). Dicho de otra manera, el Central es el artífice de que el peso se deprecie. Una moneda que vale cada vez menos –aunque los ciudadanos no se den cuenta– necesita de una medicina correcta si la intención es frenar esa caída.
Para el que venga
Será difícil la tarea del economista del próximo gobierno. Si continúa Miguel Peirano con la hasta ahora senadora Cristina Fernández de Kirchner, estamos frente a alguien que viene con las radiografías equivocadas bajo el brazo.
En el caso de que el sucesor fuese Mario Blejer o alguien de una escuela similar, ¿qué se supone que les dirá la primera dama cuando cambie el diagnóstico?
Si la prioridad es estabilizar los precios, la receta es simple: hay que dejar caer el dólar (por lo tanto, suspender las compras que el Banco Central ha realizado obediente, con excepción del último mes, cuando debió vender ante la convulsión internacional) y hay que subir la tasa de interés, de modo que quien hoy tiene un obsceno incentivo a gastarse todo lo que gana (y lo que ganará en los próximos 12 meses), lo piense dos veces e, incluso, hasta decida ahorrar una parte de ese ingreso.
La nueva placa no significa que la Argentina deba caer en una recesión: es preferible crecer a cinco por ciento muchos años más, en lugar de pocos años a nueve por ciento, con la triste certeza de que la implosión llegará y el cimbronazo será costoso. Crecer a cualquier costo es centrarse en ganar lo más que se pueda en el corto plazo, pero a costa de poner en riesgo el mediano plazo.
México, Brasil y Chile decidieron privilegiar la estabilidad de precios, para crecer a tasas más moderadas. Eso aceptó hacer hace cuatro años el presidente Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil.
Pero, claro, eso supone voluntad política para soportar el pataleo de los sectores afectados.
En la Argentina, vendrán los que sustituyen importaciones a reclamar que con un dólar a 2,20 ó 2,40 pesos no pueden competir. Vendrán los exportadores para decir que la rentabilidad no es la de antes y que el Estado no les puede seguir “chupando” 20 por ciento de sus ingresos en concepto de retenciones, que trepan a 27,5 por ciento en el caso de la soja.
Y luego estará el ejército enorme de ciudadanos argentinos que viven del grifo del Estado y que pondrán el grito en el cielo porque se achicarán los recursos fiscales y, desde luego, se reducirá (y quizá mucho) el superávit fiscal, con el agravante de que la caja que se achicará será la que Néstor Kirchner maneja a su gusto y antojo, ya que no se coparticipa, y le permite subordinar políticamente a todos los gobernadores e intendentes.
¿Tendrá Cristina Kirchner (si las encuestas tienen razón y se consagra presidenta) el coraje suficiente como para plantarse ante estos reclamos y confiar en que es correcta la receta para bajar la inflación?
La percepción es que no. Que le podrá decir “sí, sí, vamos con tu plan” a su ministro de Economía, pero que ante el primer cimbronazo lo dejará colgado del pincel para volver a su diagnóstico inicial: la inflación es la consecuencia de un alto crecimiento y es preferible eso a crecer más lento.
Es innegable que el nivel de actividad que hace cinco años repite el país es una noticia tan buena que tapa todo lo que se pueda objetar. Pero creer que para mantenerlo los trabajadores deben soportar una inflación superior a 20 por ciento anual es un diagnóstico equivocado o al menos doloroso para el grueso de la población.
Un cuadro de situación mal planteado no se acepta hasta que se llega a un estado terminal, al menos en los códigos “K”. Cuando la gravedad de la inflación sea incontenible, es posible que la dirigencia actual acepte cambiar la medicina.
Pero, como siempre ha pasado en la historia argentina, de las hecatombes no se sale gratis. El mundo le está ofreciendo tantas excelentes oportunidades al país que sería una pena tirar al abismo los próximos tres o cuatro años para después volver a estar en el mismo lugar.
© La Voz del Interior
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Fuente: Supermercado "Edeka"
(Heidelberg, Alemania)
Dejemos de mirarnos el pupo, que la economía mundial ya no gira en torno a ningún ombligo, ni siquiera el poderoso pupo alemán.
Recomiendo echar una ojeada a los precios internacionales de los cereales.
Saludos